El Ebro se desborda y los afectados piden que se haga algo, que se “limpie” el río o que se construya el transvase. Los científicos dicen que no sirve para nada, pero ya veremos si se les hace caso. Cuando en Castilla León hubo plaga de topillos los científicos dijeron que echar veneno no servía para nada, pero la Junta no les hizo caso y echó el inútil y dañino veneno para calmar a los agricultores (matando no sólo a los topillos sino también a sus predadores, sentando las bases para una nueva plaga, como saben bien los ecólogos).
Y es que, aunque vivamos en una sociedad que se dice científica y tecnológica, no siempre hacemos caso a los científicos. Hay como una especie de jerarquía en las ciencias. Admiramos y prestamos gran atención a las ciencias “duras” que halagan nuestro ego humano y nos permiten hacer muchas cosas (energía nuclear, coches de hidrógeno, carrera espacial, aceleradores de partículas, lucha contra el cáncer, biotecnologías…), pero prestamos muy poca atención o directamente ninguneamos a esas ciencias “blandas” que nos hablan de límites a nuestros deseos y de cosas que no podemos o no deberíamos hacer (pérdida de biodiversidad, estudios sobre límites de la energía o los materiales, cambio climático, colapso de pesquerías, construcción sobre zonas inundables…).
Con conocimientos científicos o sin ellos, nos resulta enormemente difícil admitir que la solución no está en nosotros: que no tenemos que “hacer” algo sino más bien “dejar de hacer”. Ese no hacer del que hablaba Fukuoka, -que consiste en observar sin prejuicios la naturaleza, dejar que siga su curso y adaptarnos de forma inteligente- es uno de los grandes retos del ser humano.
El ego, siempre detrás de todas las cosas y de todos nuestros errores. Nada nuevo desde los tiempos de Lao Tsé.
Marga Mediavilla