Imagina que se inventara un aparato del tamaño de un teléfono móvil que, si lo plantásemos en un terreno y le proporcionáramos agua y energía suficiente, en tres o cuatro meses nos generase una fábrica completa de tornillos, puertas o automóviles. Es más: imagina que el aparato tomase todos los materiales para construir la fábrica de los minerales que se encuentran en el propio suelo. Más todavía: imagina que no tenemos que darle ni siquiera energía, porque el aparato posee una pequeña batería con la cual es capaz de abastecerse el tiempo suficiente para crear unos minúsculos paneles fotovoltaicos y, a partir de ese momento, ir creando toda una estructura de paneles solares para alimentar la fábrica.
Deja de imaginar, ese aparato ya existe: es una semilla.
El único inconveniente es que esa tecnología no es humana y no produce tornillos ni puertas ni automóviles. Es una tecnología de la naturaleza que supera inmensamente las tecnologías humanas y produce algo mucho más importante: alimentos. Quizá algún día los humanos dejemos de presumir de ser seres tecnológicos y sepamos apreciar la fabulosa tecnología puntera que posee una simple semilla de tomate.
No nos alcanza la tecnología para acercarnos a algo tan «sencillo» como la semilla de un tomate. Tenemos sin embargo suficiente estupidez para cortar la rama en que nos encontramos subidos.