Es difícil no tener una sensación de desazón al contemplar la realidad política española y observar esta especie de estancamiento que se ha instalado en la vida colectiva. Últimamente parece que camináramos como quien se mueve por un camino completamente enfangado, teniendo que vencer una enorme resistencia para apenas avanzar. Las iniciativas políticas que estaban surgiendo hace unos pocos años con tanta fuerza apenas se han formado cuando ya empiezan a descomponerse en una multitud de siglas y controversias diversas. Procesos que llegaban a despertar antiguos miedos porque parecían explosivos, como las movilizaciones posteriores al 15M, el auge de Podemos y de Ciudadanos o el Procés catalán, se van frenando en cuestión de apenas meses hasta terminar enfangados en divisiones, debates y conflictos.
Y si el estancamiento político es desazonador, mucho más lo es el estado de conciencia ciudadana acerca de las cuestiones estructurales. El conocimiento de la gravedad que tienen problemas como el cambio climático, el pico del petróleo, la crisis socioeconómica global y el brutal deterioro ecológico que vivimos, apenas avanzan de boca en boca, con una lentitud exasperante.
Muchos habíamos pensado que todo esto que llaman “crisis” y algunos creemos que es, simplemente, el encuentro de la economía capitalista con los límites del planeta, iba a ser algo parecido al choque de la proa del Titanic contra el iceberg. Pensábamos que los datos –ya evidentes– acerca del declive de las fuentes de energía, el deterioro ecológico y el paralelo deterioro de las condiciones de vida humanas, iban a hacer sonar todas las señales de alarma. Imaginábamos conmociones sociales y rápidos procesos de cambio más o menos organizados o caóticos.
Pero la crisis no está siendo ese choque abrupto contra el iceberg que nos conmociona y nos quita la venda de los ojos. Las señales de alarma no se difunden, la conciencia generalizada nunca llega, las revoluciones, al poco de encenderse, se humedecen, se enfangan y mueren. La sociedad española, igual que el resto de las sociedades humanas, se está acomodando a la pobreza, los recortes y las catástrofes climáticas. La pérdida de bienestar, salario, estabilidad y derechos no se convierte en una chispa que enciende la espita de la acción, y la crisis recuerda, más que a un choque, a una lenta podredumbre, a la inevitable caída de las hojas en otoño.
Quizá lo que nos pasa es que no hemos entendido el signo de estos tiempos y nuestra frustración viene que esperamos que los procesos sociales germinen como hicieron los de siglos pasados: épocas marcadas por la expansión y la energía creciente que podríamos comparar con la primavera y el verano. En esta década estamos empezando a vivir una época en la historia humana que se asemeja al otoño tardío y el principio del invierno: el momento en que las energías declinan y todo se descompone.
Aunque necesitamos urgentemente las revoluciones de la ética, la solidaridad y las energías renovables, los procesos revolucionarios requieren enormes inversiones de energía colectiva y en estos momentos la energía fósil está empezando a declinar y eso hace que todo, tanto en el plano tecnológico como en el económico y el político, todo resulte más costoso y difícil. El árbol del capitalismo global no es capaz de crecer con el vigor de antaño, pero las personas tampoco somos capaces de encontrar en nuestras vidas ese excedente de tiempo y energía necesarios para implicarnos en procesos de cambio social que preparen una alternativa al sistema.
Vivimos tiempos de energías en declive, tiempos de descomponedores, de desintegración y podredumbre, tiempos sin expansión, ni frutos, sin brotes todavía. Deberíamos intentar hacer lo que hace la naturaleza en esas épocas invernales: centrar toda la actividad en las raíces, reciclar los nutrientes, alimentar el suelo y esperar. ¿Cómo podemos aplicar esta metáfora biológica a la vida política? ¿Cuál sería el equivalente de “centrar la actividad en las raíces”, “reciclar los nutrientes” o “nutrir la tierra”?
Las “raíces” de la política están en la economía y son probablemente esas raíces las que tenemos que cambiar antes de arriesgarnos a agotar las escasas energías colectivas en procesos de toma de poder. Es casi imposible establecer una alternativa política a la actual hegemonía neoliberal si prácticamente todo lo que consumimos, producimos y escuchamos se centra cada vez más en unas pocas grandes empresas multinacionales, que son quienes llevan décadas fomentando esta ideología. Tampoco vamos a poder frenar el cambio climático y el deterioro ecológico si no somos siquiera capaces de alimentarnos sin acudir a un sistema agroindustrial globalizado cuyos principios de funcionamiento son incompatibles con la biosfera.
El otoño es el momento de asumir lo inevitable de la pérdida y de intentar salvar, dentro de lo posible, lo que tiene valor bajo tierra. No sé si todavía la sociedad española ha asumido que la pérdida es imprescindible y que es inevitable abandonar muchas cosas que hasta hace muy poco dábamos por seguras. No sé si los movimientos sociales han realizado esa reflexión sobre “qué elegimos” ni son conscientes de que, además de defender los pilares básicos de la solidaridad, la educación y la sanidad, también debemos ser conscientes de que nos estamos enfrentando con los límites del planeta y es preciso decidir qué cosas no vamos a poder mantener y debemos dejar caer cuanto antes para que no nos lastren.
Es tiempo de cuidar el suelo social de las experiencias de economía y vida alternativa, de alimentar radicalidades y cuidar las bases de los partidos políticos repensando sus ideologías. Si sabemos cuidar ahora ese humus quizá, cuando vuelvan a llegar los momentos de energía excedentaria, tengamos suficiente fuerza para alimentar proyectos políticos realmente renovadores; pero, si ahora descuidamos el alimento de las raíces, no seremos capaces de nutrir y hacer crecer las alternativas y seguiremos cayendo la cuesta del lento e inconsciente declive global.
Marga Mediavilla (también publicado en El Diario)